Para moverse, R.R.S. necesita arrastrarse por la parálisis que tiene en ambas piernas. Si la suerte le sonríe, es asistido por algún reo lo suficientemente solidario. Está preso en la cárcel de Villarrica desde hace varios meses por la tenencia de 86 gramos de marihuana. Es la segunda vez que es imputado por posesión y un siquiatra ya lo declaró adicto. Su defensor público pidió a la dirección del penal que, por lo menos, le provean una silla de ruedas. La respuesta de la istración fue simple: “no hay presupuesto”. La Justicia ya le negó en dos oportunidades el arresto domiciliario. Su proceso recién empieza.
En la cárcel del Buen Pastor, la situación de C.C.V.G. es peor. Ella ya fue condenada. Un tribunal la envió a prisión durante 10 años, por narcotráfico. Su abogado, también un defensor público, sostiene que fue engañada a enviar un paquete de droga a Australia usando su cédula de identidad. La defensa apeló la condena, pero los jueces ordenaron su reclusión hasta tanto se confirme la sentencia. A los 27 años y tras las rejas, sufre de tres enfermedades, entre ellas lupus eritematoso sistémico con compromiso neurológico.
En diciembre del año pasado, dos indígenas murieron en el penal de Coronel Oviedo por gastroenteritis y deshidratación grave. Un informe del Mecanismo Nacional de Prevención de la Tortura sostiene que ninguno recibió atención médica a tiempo y que los presos deben pagar para acceder a agua para beber, bañarse o limpiar sus celdas.
Uno podría recordar las decenas de políticos y empresarios procesados por hechos de corrupción que nunca pisaron una celda. Uno podría acordarse, por ejemplo, de Luis Ortigoza, el ex titular del Indert que está imputado en seis casos que afectaron directamente a la población sujeta a la eterna y mal llamada reforma agraria. Sin embargo, el problema no se soluciona con liberar a estos y encerrar a aquellos.
Se trata de jueces que arrojan a los imputados a penales sin más motivos que el pedido de un fiscal. Se trata de leyes irracionales que siguen la misma política de “mano dura” que colapsó el sistema penitenciario. Se trata de cárceles que se erigen como verdaderas junglas de concreto, donde si uno no tiene dinero lo único que importa es sobrevivir.
Hoy más del 70 por ciento de la población penitenciaria adulta aún no tuvo un juicio, al igual que el 90 por ciento de los adolescentes recluidos.
Poco después de asumir el cargo y al anunciar la necesidad de una reforma penitenciaria, la ministra de Justicia Sheila Abed lamentó que las prisiones paraguayas funcionaron siempre como “depósitos de humanos”. La expresión sigue siendo la adecuada.