Invisibles en medio de la muchedumbre, niños y niñas se hunden en sus pipas y fuman su desesperación. Los que caminamos por las calles céntricas de Asunción sabemos que esta ya es toda una postal de nuestra decadente capital. El crepitar del chespi es la alarma que empezó a sonar en Paraguay hace unos diez años. Desde nuestro más profundo egoísmo todos decidimos ignorarla, especialmente aquellos que diseñan y ejecutan políticas públicas.
Es una droga de pobres que se presenta como una opción válida y hasta lógica para escapar de la miseria, del infortunio de haber nacido sin la más mínima oportunidad de hacer nada más que sobrevivir día a día. Son caladas que permiten vivir por unos minutos otra vida, una sin tanta hambre, violencia e indiferencia. Luego todo viene de vuelta y las ganas de huir son cada vez mayores.
Todo el modelo de negocio apunta a los más vulnerables del sistema: Desde los chicos indígenas que abandonaron la cola de zapatero por una lata vacía y cenizas –las únicas herramientas que necesitan para fumar–, hasta las familias enteras que subsisten por la venta de crac. El problema también es de género: Cerca de la mitad de las mujeres presas en Paraguay lo están por la venta al menudeo de drogas ilegales, casi siempre chespi.
La adicción al crac en Paraguay va creciendo y el sistema de salud y protección de la niñez no está ni cerca de dar abasto a tantos chicos que mendigan, roban o hacen cosas peores por un moñito más, una pitada más. Los testimonios de algunos de estos niños y adolescentes recogidos en una serie de notas publicadas por este diario dan cuenta de ambientes familiares dañinos, de la pobreza que cercena posibilidades todos los días y de la dureza de vivir en la calle.
Si el crac inunda barrios de todo el país es porque el Estado naufraga, entre políticas de salud deficientes y organismos antidrogas del siglo pasado. La realidad nos dice que necesitamos un aumento inédito de la inversión pública en los programas de prevención y rehabilitación de los chicos adictos. La única institución pública que ofrece programas de rehabilitación está colapsada desde hace muchos, muchos años y se necesitan, según los expertos, al menos otros cinco centros similares para cabeceras departamentales donde la pasta base también se impone como la droga de elección de los más necesitados de ayuda.
La rehabilitación también puede ser una cuestión de clase: Ante la incapacidad del Estado de atender a tantos adictos, los centros privados generalmente son una opción solo posible para familias pudientes, que pueden gastar varios millones de guaraníes en mandar a sus hijos a estos lugares.
Mientras tanto, los políticos en campaña proselitista muestran un repentino interés en el tema. Hay buenos motivos –cuando no– para desconfiar de las promesas electorales: los recortes presupuestarios del Centro Nacional de Control de Adicciones (CNCA) son una constante desde hace mucho tiempo.
Ambos candidatos presidenciales aseguran que dotarán de mayor presupuesto al CNCA, aunque uno de ellos ofrece además otra posible solución: Desempolvar el Servicio Militar Obligatorio para enseñar a los adolescentes descarriados cómo levantarse temprano para cantar el himno y usar armas de fuego.
En tiempos electorales, el chespi entra en la agenda pública y revela qué tan alejada está la clase política de los desamparados del sistema.