Un trabajo del Instituto de Investigación de Política Criminal de Londres ubica a Paraguay en el cuarto lugar, a nivel mundial, entre los países con mayores tasas de presos sin condena. El abuso de la medida cautelar de la prisión preventiva va de la mano con otro mal estructural: el hacinamiento.
El país tiene capacidad de albergar a 8.525 personas, pero actualmente la población penitenciaria ronda los 13.500, es decir que más de 5.000 personas no tienen lugar en las cárceles. A esto hay que agregar que el 78 por ciento de todos estos presos –alrededor de 10.530– no tienen condena, por lo cual ante la ley son inocentes.
El hacinamiento carcelario es uno de esos temas que a esta altura parecen aburrir a la gente. No hay nada nuevo en decir que las prisiones funcionan como depósitos donde son arrojados hombres y mujeres pobres y de los cuales salen más pobres, más violentos, más encolerizados.
Esto es así desde hace años y, a pesar de que el mundo nos ve como uno de los países con las prisiones más peligrosas y salvajes, la cuestión no parece importar mucho a los poderes del Estado. Es cierto que cada nuevo ministro de Justicia tiene, seguramente, la intención de al menos mejorar la situación de los reclusos, quizás refaccionando algunas celdas o construyendo nuevos pabellones. Este mismo Gobierno anunció la construcción de nuevas cárceles. Lastimosamente todas estas son apenas medidas paliativas que, por más costosas que sean, no modificarán el problema de fondo.
La inhumanidad con la que hoy en día el Estado trata a sus presos debería ser un motivo por sí solo para una reforma penitenciaria y judicial, pero si es que eso no es suficiente para conmovernos, basta con fijarse cuáles fueron los resultados del encarcelamiento masivo: Las zonas más pobladas del país (Asunción, Central, Ciudad del Este) son aquellas que más “proveen” de internos a las cárceles y también son aquellas en donde los índices de criminalidad crecen sin parar.
Las estadísticas nos dicen que, al ritmo en que va aumentando la cantidad de presos, estaremos obligados a construir nuevas cárceles cada año. La sed de sangre o venganza no puede seguir gobernando nuestro sistema penitenciario. La mano dura hasta ahora nos trajo más problemas y ninguna solución.
Es necesaria una verdadera cumbre de poderes para parar esta tendencia. Precisamos derogar leyes, crear nuevas leyes, empezar un extenso e integral programa de rehabilitación, probablemente concientizar del problema a jueces y fiscales, y verdaderas políticas de Estado en el ámbito de seguridad. Hasta ahora, el tictac de la bomba que tienen entre las manos no parece preocupar mucho al Poder Ejecutivo, a la Corte y al Congreso.