22 may. 2025

Los primeros 100 días de Trump: Decadencia imperial y autoritarismo

Las heridas autoinfligidas por los primeros 100 días del gobierno de Trump han sembrado profunda incertidumbre entre trabajadores, empleadores e inversionistas. Las expectativas compartidas de inflación y recesión han producido un desplome bursátil y una fuga, al menos momentánea, de activos denominados en dólares.

presidente Donald Trump

Donald Trump llegó al poder en EEUU con la promesa de llevar a cabo una deportación masiva de migrantes.

Foto de Roberto Schmidt / AFP

Estas tendencias amenazan con acelerar el colapso del sistema internacional de pagos basado en el dólar, sustento de lo que los economistas llaman el “privilegio exorbitante” monetario de Estados Unidos. Durante décadas, la confianza en este sistema permitió a EEUU mantener enormes déficits comerciales mientras preservaba el valor del dólar.

Esta confianza nunca fue meramente económica; fue geopolítica. Descansaba sobre flujos interminables de capital extranjero hacia acciones y bonos del Tesoro estadounidenses, supremacía militar y el poder blando ejercido por la cultura “yanqui”. Hoy, los tres pierden peso. El caos desatado por las políticas de Trump ha entregado a China y al bloque BRICS en expansión una oportunidad para desmantelar la hegemonía del dólar. Si tienen éxito, marcaría el fin definitivo de la primacía global estadounidense.

Pero la crisis va más allá de mercados volátiles. Internamente, el gobierno federal está siendo desmantelado. El llamado Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE) de Elon Musk ha tomando control de sistemas de nómina y recursos humanos para purgar funcionarios y paralizar agencias. Las consecuencias son catastróficas: la infraestructura de salud pública desmantelada, programas federales de educación eliminados, los fundamentos científicos para políticas basadas en evidencia sistemáticamente destruidos. Estos no son meros recortes presupuestales: Son actos de incendio institucional, quemando los mismos sistemas que sostuvieron la competitividad estadounidense y al menos las apariencias de democracia.

Una crisis constitucional a plena vista

En marzo de 2025, agentes migratorios estadounidenses arrestaron y deportaron a Kilmar Abrego García - residente en EEUU por 14 años sin antecedentes penales - a El Salvador. La istración llamó esto un “error”, pero aún así lo etiquetó falsamente como miembro de la pandilla MS-13. Cuando la Corte Suprema dictaminó por unanimidad en abril que la deportación era ilegal, la jueza Sotomayor emitió una severa advertencia: La lógica del gobierno permitiría deportar incluso a ciudadanos estadounidenses sin consecuencias. La Corte ordenó a la istración ayudar a repatriar a Abrego García, pero los oficiales alegaron que no tenían la autoridad, mientras su aliado, el presidente salvadoreño Bukele, negó a liberarlo, llamándolo “terrorista”.

Esto no es un ejemplo aislado, ni es conflicto político normal. Cuando un presidente puede ignorar los tribunales sin consecuencias, la constitución ya es letra muerta. En cualquier otro país, llamaríamos a esto un golpe de estado. En EEUU, es recibido por los dos partidos políticos con resignación exhausta o negación. El desmoronamiento del orden mundial liderado por EEUU se refleja en el desmoronamiento del orden político estadounidense.

Los Límites de la Fe Institucional

La Constitución estadounidense es uno de los documentos más antiguos de su tipo. Por más de dos siglos, ha sobrevivido guerra civil, colapso económico, guerras mundiales y transformaciones sociales radicales - desde la abolición de la esclavitud hasta el sufragio femenino. Para muchos, esta resistencia prueba su genio. Pero también ha fomentado una suposición peligrosa: que la estabilidad democrática fluye automáticamente del diseño institucional.

Los académicos que promueven teorías institucionalistas de la política afirman que el conjunto correcto de reglas (elecciones, separación de poderes, federalismo) asegura que ningún grupo domine indefinidamente. El politólogo Robert Dahl lo llamó poliarquía: Un sistema donde el poder rota entre élites, a veces incluso expandiéndose para incluir grupos marginados - no por idealismo, sino porque las reglas electorales hacían su inclusión inevitable.

Esta lógica se convirtió en evangelio. En las transiciones democráticas de América Latina, asesores estadounidenses promovieron ajustes constitucionales como panacea. En Paraguay debatimos obsesivamente leyes electorales, convencidos de que cambios procesales producirían alternancia y consolidarían la democracia. Pero hoy, EEUU como supuesto modelo institucional se deshace. El pluralismo colapsa en un gobierno minoritario que ataca las libertades civiles con tácticas que recuerdan el pasado autoritario de América Latina. La lección es clara: ninguna constitución, por más elegante, puede sostener democracia sin bases económicas y sociales que la acompañen.

Para entender esta crisis, debemos mirar más allá de las reglas hacia la estructura de desigualdades domésticas persistentes y el declive imperial que moldea la política. Las instituciones no existen en el vacío - se doblan bajo el peso de la historia.

La Decadencia de EEUU y el Giro Autoritario

Durante décadas, la clase política estadounidense operó con un simple trato: desmantelar la base industrial del país, inflar Wall Street y tapar las grietas con crédito barato y poder militar. Funcionó - hasta 2008, cuando la crisis financiera expuso la podredumbre. Los bancos recibieron rescates; las familias trabajadoras, la ruina. El Partido Demócrata, habiéndose atado al “neoliberalismo progresista”, se encontró defendiendo un sistema que enriqueció a Silicon Valley y fondos de cobertura mientras regiones enteras decaían.

China, mientras tanto, evitó fórmulas neoliberales, vertiendo recursos en energías renovables, vehículos eléctricos e IA - industrias que definirían el siglo XXI. Cuando los políticos estadounidenses lo notaron, era demasiado tarde. Firmas como DeepSeek probaron que podían innovar sin chips estadounideneses, enviando un mensaje claro: la era del dominio incontestado estadounidense había terminado.

Esto dejó a EEUU con dos opciones sombrías: Decadencia programada o reestructuración radical. Cualquier camino demandará sacrificio - más impuestos a los ricos, reinversión industrial, compartir el escenario global con otras potencias. Pero las élites que financian ambos partidos no tienen intenciones de pagar. Necesitaban una forma de retener poder sin ceder a demandas populares.

Entra Trump. Mientras los demócratas vendían complacencia - insistiendo que ya era “el amanecer en América” - los republicanos construyeron una coalición populista de racismo y xenofobia. Trump prometió “hacer a América grande otra vez” escogiendo como chivos expiatorios a China y los inmigrantes, redirigiendo la ira hacia enemigos externos mientras silenciosamente facilitaba el proyecto real de la élite financiera: el desmantelamiento del estado. La toma de poder de DOGE, el desafío a los tribunales, la purga de funcionarios públicos - todo sirvió a un objetivo: Aislar intereses oligárquicos del rechazo democrático.

La Constitución, con su separación de poderes, nunca fue diseñada para esto. El Congreso, intimidado por la base de Trump, se hace a un lado. Los tribunales, aunque a veces desafiantes, carecen de poder coercitivo. Y así, el poder ejecutivo se vuelve más descarado, probando cuánto puede doblar el sistema antes de romperlo. Así es como mueren las democracias - no con un golpe definitivo, sino con una toma de poder en cámara lenta por quienes ven la ley como obstáculo para su supervivencia. La tragedia no es solo que EEUU no vio venir la crisis. Es que su clase política ve el desmoronamiento - y elige acelerarlo.

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