Comenzó Bachi Núñez, quien hace algunas semanas reclamó a la Sedeco (Secretaría de Defensa del Consumidor) la necesidad de implantar un control de precios de los alimentos.
Luego, apareció Santiago Peña reconociendo públicamente que “llegar apenas a fin de mes es una realidad para muchos paraguayos. Puede que la inflación total no sea alta, pero su canasto del súper sube de precio y tenemos que trabajar en eso”. Por último, Carlos Fernández Valdovinos, quien dijo tener “la misma percepción de la ciudadanía sobre el elevado costo de la canasta básica”. Estos tres dirigentes no saben cómo salir de la situación, pero ya la reconocen.
Si la gente tiene la heladera vacía y el estómago crujiente, la democracia no basta. Esta denuncia se inició en forma solitaria hace más de dos años.
La tesis de la heladera vacía era predicada en el desierto. Al comienzo, el predicador fue vilipendiado. Pero hoy la heladera vacía es una verdad irrefutable.
La democracia no está pudiendo mejorar la calidad de vida de la gente. No transforma realidades. La política se ha convertido en un mero instrumento para gestionar la desigualdad, el statu quo, y esto no es casual.
El programa Hambre Cero, aparte de llevar la sospecha de ser un gran negociado del Gobierno, que lo acompaña como una sombra, también trae consigo un panorama de dependencia. Le entregan al niño empobrecido apenas el cuarenta y cinco por ciento de las dos mil kilocalorías necesarias por día para satisfacer lo mínimo que exige el Conae (Consejo Nacional de Alimentación Escolar).
Esto significa, por ejemplo, un almuerzo que provee el veinticinco por ciento de las dos mil kilocalorías diarias que son necesarias para el metabolismo basal, y una merienda con el veinte por ciento de las que son requeridas. Un total de novecientas de las dos mil que son imprescindibles a cada día. Se necesitan sesenta mil kilocalorías por mes, dos mil por treinta días, y se reciben apenas dieciocho mil kilocalorías por mes, o novecientas kilocalorías diarias por veinte días de clases al mes.
Al culminar las clases diarias, los niños en situación de pobreza regresan a su ambiente de carencias alimenticias, sin existir garantías de que reciban el cincuenta y cinco por ciento restante, que son necesarias, de las dos mil kilocalorías diarias, que representan otras dos meriendas y la cena correspondiente.
Además, los escueleros deben ayudar a sus padres en tareas de la casa y otras de índole laboral, y no tienen el tiempo ni las condiciones habitacionales ideales para el estudio, mucho menos para los juegos propios de la edad, siendo condenados a la madurez sin pasar por las etapas propias que representan el crecimiento saludable de un ser humano en la niñez y en la adolescencia. Cuando no asisten a la escuela tres meses por año sin recibir la comida, empobrecidos y desnutridos –y vuelven a las clases con el apoyo de la alimentación estatal–, aprenden a depender completamente del sistema. Se volverán esclavos de un régimen que los prepara para explotarlos, no para liberarlos.
La transición
Todo esto se debe a que la democracia paraguaya no ha devuelto al Estado su naturaleza pública ni ha podido mejorar la calidad gerencial del Gobierno. Algo ha fallado en la transmutación dictatorial hacia la democracia.
En primer lugar, es importante resaltar que existieron tres generaciones que gobernaron con el dictador Alfredo Stroessner. Los nacionalistas como Epifanio Méndez Fleitas, herederos de Natalicio González, quienes fueron expulsados hacia fines de los años cincuenta.
Los conservadores liberales que ocuparon cargos importantes e hicieron negocios bajo el padrinazgo del dictador, pero, bajo un control estricto del mismo sobre sus grandes fortunas, Pappalardo y Montanaro, entre otros.
Finalmente, los técnicos, que luego se hicieron millonarios, como Debernardi y los barones de Itaipú.
En segundo lugar, la forma de cómo se dio la transición democrática desde 1989 tiene características que deben poder ser analizadas desde una perspectiva que la compare con otros casos anteriores.
Una reciente columna del diario The Guardian motiva una reflexión comparativa sobre las transiciones democráticas.
Tomando como casos de estudio al Paraguay pos-stronista y a la Atenas histórica, este ejercicio busca evidenciar patrones comunes y desafíos persistentes que afectan a las sociedades que transitan desde regímenes autoritarios hacia formas democráticas de gobierno.
En el caso paraguayo, la llegada al poder de Stroessner en 1954 representó la culminación de un proceso que convirtió al Estado liberal elitista de principios del siglo XX en un régimen autoritario con fuertes rasgos nacionalistas.
Estos regímenes se caracterizan por la concentración absoluta del poder político en grupos reducidos, respaldados por mecanismos de coerción, control institucional y opresión.
Durante la dictadura, el Poder Ejecutivo centralizó el poder, controló a la oposición mediante la represión, la censura, la propaganda masiva y consolidó una élite híbrida compuesta por militares, civiles y tecnócratas.
Las teorías clásicas del autoritarismo, como las propuestas por Linz, la hegemonía cultural planteada por Gramsci, la resistencia social de Scott y el estudio de élites de Pareto y Mosca, permiten entender profundamente el funcionamiento interno del régimen stronista. La transición hacia la democracia en Paraguay, compleja y gradual, emergió del desgaste interno provocado por la pérdida de legitimidad del régimen, la erosión causada por las crisis económicas recurrentes, la creciente resistencia social y las divisiones internas dentro de la élite gobernante –ya entonces caracterizada por el capitalismo de secuaces– sumadas a las presiones internacionales. Al colapsar el sistema autoritario, fueron algunos sectores políticos y las élites económicas quienes condujeron el proceso de transición, dejando rápidamente al margen a actores claves previos, como los militares. Estos fueron utilizados para el golpe palaciego.
En paralelo, para comparar, la transición ateniense hacia la democracia fue producto de una transformación social y económica profunda.
Originalmente, bajo una aristocracia oligárquica que monopolizaba la tierra y el poder político, Atenas experimentó importantes conflictos sociales impulsados por el surgimiento de nuevas clases económicas derivadas del comercio y la artesanía. Estos sectores emergentes demandaron mayores espacios políticos, lo que generó una creciente presión hacia una democratización que permitiese mayor participación social y que mitigara la creciente desigualdad y las tensiones internas.
Ambos casos históricos ponen en evidencia que las transiciones democráticas no ocurren aisladas, sino condicionadas por profundas transformaciones sociales y económicas que debilitan al régimen autoritario vigente.
Sin embargo, a pesar del valor histórico de estas transiciones, la democracia contemporánea enfrenta importantes desafíos, especialmente en su capacidad para mantener vigente la voz y los intereses de las clases sociales más vulnerables. Como señala la columnista Nesrine Malik de Siu, “la democracia por sí sola no puede garantizar libertad e igualdad si coexiste con un modelo económico que impide efectivamente su realización”.
El primitivismo productivo y el crony capitalism han conducido al Paraguay hacia una democracia de fachada, lo que coincide con lo planteado por Daron Acemolu y James Robinson en su libro “Por qué fracasan los países”, donde enfatizan la necesidad de que instituciones políticas y económicas funcionen complementariamente para lograr una verdadera equidad social con estabilidad democrática.
En Paraguay, al igual que en muchas partes del mundo, se observa que, aparentemente, el modelo neoliberal se ha consolidado, dominando los espacios económicos, políticos y culturales.
Sin embargo, este orden que estaba globalizado comienza a perder influencia ante la emergencia de movimientos populistas de derecha, todos imprevisibles, y de neoconservadores religiosos, los cuales impulsan una batalla cultural destinada a desmontar las narrativas no solo del progresismo, sino que también, y, sobre todo, del liberalismo productivo tradicional que, como destaca Y. Harari, llegó a constituirse en la religión laica del siglo XX.
Este fenómeno refleja un profundo malestar social, identificado en estudios recientes de psicología social en el mundo todo, y en el Paraguay, que evidencian cómo amplios sectores de la población sienten que están atrapados en un sistema económico y político sofocante, buscando una liberación simbólica o real que les permita recuperar una sensación de protagonismo.
Para responder a esto, podemos decir que, en el Paraguay actual, los dos grandes partidos tradicionales sufren de un total vaciamiento de contenido simbólico y práctico.
Para el paraguayo promedio, el PP, el Pepe, los partidos ya no sirven para nada. De hecho, el grupo mayoritario entre los votantes potenciales, según la Justicia Electoral, es el de los sin partido, los no afiliados. El Partido Colorado está alquilado a un grupo empresarial que convirtió a la política en la principal actividad económica con fines de lucro del país.
El colorado nacionalista está huérfano, al igual que el presidente de seccional tradicional, y anda deambulando para ver qué migaja le pueden tirar desde la mesa los privilegiados de su partido.
El afiliado al partido liberal ni se puede autorreferenciar dentro de los aspiracionales de un Estado posmoderno.
No sabe quién es y qué quiere para el futuro del Paraguay. Además, la dirigencia liberal tampoco sabe si quiere ganar las elecciones para gobernar y transformar la realidad. El político liberal le tiene miedo a la lapicera. Algunos se conforman con algún carguito que le reditúe para vivir cómodamente.
Delante de lo expuesto, el populismo de derecha ha sabido capitalizar esta dinámica social, convocando a quienes se perciben como excluidos del sistema actual a participar en proyectos políticos que ofrezcan un sentido de pertenencia y participación en un cambio significativo, planteado como una suerte de “gesta épica” para restaurar el orden social que se ha perdido.
Conclusión
En el Paraguay de hoy, gerenciado por un miembro del liberalismo tecnócrata y mediocre, que solo cambió de pañuelo sobre la marcha para seguir en el gobierno, aunque pueda parecer que la sociedad es inmune a los movimientos internacionales y que el sistema político local es relativamente estable, con los escenarios tan inciertos, recientes estudios sociales alertan sobre algunas señales claras de transformaciones profundas.
Dichas investigaciones, propias, indican que existe un creciente descontento que podría, eventualmente, desencadenar procesos políticos menos predecibles de lo que la percepción común anticipa.
Nadie sabe cómo va a reaccionar el paraguayo acostumbrado a que se le visite en su casa, y que se le hable en una ronda de tereré, cuando tenga que recibir mensajes políticos e instrucciones electorales solo por TikTok.
Qué tal.
La comparación entre la Atenas histórica y el Paraguay democrático a partir de 1989 permite concluir que las democracias, lejos de ser modelos estables y definitivos, requieren constante adaptación a las realidades sociales, económicas y comunicacionales de cada época.
La supervivencia de la democracia, como modelo político, dependerá en gran medida de su capacidad para resolver eficazmente las tensiones del hambre, las enfermedades, la falta de educación y las desigualdades intrínsecas al modelo económico y social vigente. Quien tenga oídos que oiga. Saludos cordiales.