Actualmente, el capitalismo extremo y sus secuaces piensan que la tierra tiene recursos ilimitados, que los seres humanos son pobres porque así lo quieren, que los impuestos no tienen por qué aumentar para que los servicios públicos mejoren. Estos intensos están convencidos de que más horas laborales será igual a una mayor y mejor producción, proponiendo a gran parte de la raza humana como máquinas que no se cansan, que no tienen que gozar de derechos, individuos que no cumplen obligaciones, haraganes a ultranza abarrotados de vicios.
En nuestro país hay un régimen laboral especial para ciertos profesionales, incluso de 30 horas semanales, pero conozco casos en los que la ley es letra muerta y la remuneración indigente. Las horas de un día no alcanzan para trabajar, y al mismo tiempo, apuntar a los beneficios que propone la reducción de la carga laboral, como realizar “actividades físicas, alimentarse mejor, capacitarse, participar de actividades recreativas y compartir con la familia”. Ahí de nuevo entran en escena el capitalismo extremo y sus secuaces, porque nadie puede tener los mismos beneficios que ellos; es decir, salud, educación y seguridad. El Estado debe seguir alimentando a las empresas de siempre y, a su vez, estas dirán que el Gobierno está haciendo su trabajo.
Entretanto, los humildes trabajadores se pasan el día fuera de casa, con horas en el transporte que en verdad es privado, y al menos un tercio de la jornada ocupándose en enriquecer a otros. Están hastiados, porque “el mejor seguro del mundo”, al recordar las declaraciones de un notable ex presidente, no alcanza, y la muerte “es un monstruo grande y pisa fuerte” antes de ser atendidos.
La zozobra va carcomiendo de a poco, la meritocracia en este país es más para los que caen bien, con ingresos congelados desde la última glaciación. La voracidad no acabará, la desigualdad se va incrementando, sin políticas que asistan más a los desfavorecidos. Estamos en una sociedad con seres humanos descartables; que lo cuenten los ancianos y enfermos.
Acá el salario mínimo es la regla, cuando debería ser la excepción. Entonces, los trabajadores deben hacer malabarismos para que alcance, con consecuencias en todo el entorno. Por supuesto que no todos los empleadores son el terror, porque también están aquellos con quienes se puede dialogar, que tratan de comprender las necesidades de sus dependientes, que buscan la manera de incentivar, pero esos, lamentablemente, parecen los menos.
Valen estas líneas finales para recordar un extracto de Rerum novarum, de una actualidad pasmosa. “Es urgente proveer de la manera oportuna al bien de las gentes de condición humilde, pues es mayoría la que se debate indecorosamente en una situación miserable y calamitosa, ya que (...), desentendiéndose las instituciones públicas y las leyes de la religión de nuestros antepasados, el tiempo fue insensiblemente entregando a los obreros, aislados e indefensos, a la inhumanidad de los empresarios y a la desenfrenada codicia de los competidores”.
Observamos, como hace más de un siglo, que aumentó “el mal la voraz usura”, ejecutada “por hombres codiciosos y avaros bajo una apariencia distinta”. “Añádase a esto que no solo la contratación del trabajo, sino también las relaciones comerciales de toda índole, se hallan sometidas al poder de unos pocos, hasta el punto de que un número sumamente reducido de opulentos y adinerados ha impuesto poco menos que el yugo de la esclavitud a una muchedumbre infinita de proletarios”. ¡Así de triste!