04 jun. 2025

Discursos vacíos, violencia imparable

El mundo paralelo en que los flashes, las cámaras y las novedades rimbombantes que el Estado brinda en torno a la lucha contra las injusticias diarias, y que últimamente cobró fuerza en el ámbito de los abusos hacia niños, niñas y adolescentes, se contrapone naturalmente al espacio real en que siguen perpetrándose hechos deleznables, y se replican en el país las bestialidades que tienen como víctimas a los más inocentes.

A sabiendas de que la sociedad arrastra un cúmulo de enfermedades de índole mental, y que el campo de las emociones viene siendo vapuleado a diestra y siniestra, sin casi respuesta desde los centros de atención correspondientes, notamos a diario que el avance de la violencia integral parece no tener contención. Las prioridades están lejos de una correcta inversión en programas de salud mental y de aminorar la brutalidad contra quienes no pueden defenderse.

La reciente tragedia que envuelve a una familia de Coronel Oviedo y que impacta por sus ribetes lamentables, además de los abusos de toda laya que padecen niños, niñas y adolescentes, engrosan tristes listas dentro del llamado bono demográfico, que en teoría debe constituir el primer anillo de acciones desde los organismos encargados de la prevención. Aquellos serán el sostén social y económico en un futuro de mediano plazo, pero su suerte se ve truncada.

Siempre se llega tarde, cuando hay que lamentar vidas; siempre el hilo se corta donde es más fino y la fragilidad del entramado familiar, que no encuentra respuestas, se une a la también frágil estructura de entidades y sociedad civil que deben bregar por los derechos de los más vulnerables, aquellos que reciben cotidianamente todo tipo de lenguaje agresivo y con carga de desprecio, en una espiral que se retroalimenta de violencia.

La agenda cotidiana que se pretende instalar desde las esferas oficiales es un ilusorio paradigma en que supuestamente estamos cada vez mejor, que los números macro avanzan hora tras hora y que un hipotético ritmo de riqueza es distribuido con un halo de progreso; pero la cotidianidad refleja un creciente deterioro en la calidad de vida de la gente, con sus agregados de inseguridad, furia y hasta saña en hechos delictivos, que riegan con sangre inocente un destino caótico.

Si a esto le adherimos la cada vez menor capacidad de reacción de la ciudadanía, ya que la normalización parece cantar victoria y las víctimas se convierten en mera estadística, tiende a cerrarse el círculo de la impunidad en un escenario en el que “sálvase quien pueda” será la consigna cada vez más instalada en el espectro.

Cuando cada hecho trágico debiera ser respondido con fuerte respuesta social y exigencia a los estamentos correspondientes, prevalece el adormecimiento de la ciudadanía, enturbiando más el devenir.

La siembra de irregularidades, impunidad, deteriorado nivel institucional, desvalorización de los derechos y obligaciones, odio e intolerancia replicados, y que golpea más fuertemente a los infantes y adolescentes, indefectiblemente, encuentra su cosecha traducida en hechos de violencia intrafamiliar, abusos y desgarramiento del núcleo doméstico.

La sedimentación de un patriarcado enfermizo y de estereotipos donde la agresión a niños, niñas y adolescentes proviene en un gran porcentaje del mismo entorno familiar, es una espiral ascendente que evidencia no tener diques de contención; mientras el presupuesto para la prevención se llena de hilachas y el sistema educativo acumula deudas para con una población que alimenta temores e incertidumbre.

Nunca bastan los actos protocolares para la foto ni los discursos vacíos de contenido, cuando no se acompaña con acción eficaz para amainar el ritmo acuciante de agresividad ni la estructura estatal puede responder ante los riesgos.

Lejos de los flashes oficiales, en varias latitudes, continúa gestándose la bronca de un próximo agresor.

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