Marcos León (*)
Con profundo respeto por la memoria de María Fernanda Benítez y sincera solidaridad con su familia y seres queridos, nos vemos moralmente obligados a reflexionar sobre lo que este trágico hecho revela de nuestra sociedad. Su muerte no es solo una pérdida irreparable, es un grito de alerta, una interpelación directa a todos nosotros: A las familias, a las instituciones educativas, al sistema judicial, a la cultura.
María Fernanda fue una joven que, a pesar de su corta edad, tomó una decisión profundamente humana y valiente: Quiso tener a su hijo. Eligieron la vida, ella y su bebé, pero esa fue su condena. Resultó ser una elección rechazada por una parte de la sociedad que ha normalizado el descarte.
No corresponde iniciar esta reflexión con los detalles clínicos del crimen. No por ocultamiento, sino por respeto. Porque antes de ser víctima, Fernanda fue persona. Y su dignidad exige que partamos desde allí: Desde su valor intrínseco como ser humano, desde su coraje, desde su amor.
Pero tampoco podemos mirar a otro lado. Fue asesinada, dopada, quemada viva, descartada como un obstáculo por personas que no eran delincuentes reincidentes, sino jóvenes con a educación, con proyecciones universitarias, con una visión técnica, pero sin formación moral.
La frialdad con la que planearon su muerte no es un accidente. Es también, en parte, el resultado de una educación sin verdad, de una mentalidad que despoja de sentido al amor y a la responsabilidad, de un sistema fallido que ofrece información técnica sin sabiduría humana.
Dioses y semidioses
Una de las supuestas cómplices del crimen –según publicaciones– ni siquiera había ingresado a la carrera de Medicina y, sin embargo, hablaba como profesional del descarte. Ya sugería métodos letales. Ya asumía que la vida puede ser una variable manipulable. Imaginemos a los que ingresan en la Facultad de Medicina con esa mentalidad y que, además, esa actitud fuera alimentada por esa soberbia institucionalizada que hace a los estudiantes autopercibirse como “semidioses” y “dioses”, jerga que es un síntoma del desprecio cultivado en algunos ambientes hacia la fragilidad humana, en una profesión que debería tener como fundamento el servicio a la vida.
Otra pregunta que surge es: ¿Existen cátedras de bioética en las universidades? Tal vez. Pero ¿con qué indicadores medimos si realmente transforman a los estudiantes en profesionales de bien? Esto nos debería plantear que debemos exigir más filtros éticos antes que habilitar el a profesiones que manejan vida y muerte? ¿De qué sirve formar manos hábiles si el corazón está anestesiado?
Y en cuanto a la educación sexual, tantas veces presentada como solución universal, en realidad no sirve si está despojada de toda formación del carácter. Si se habla de género, de prevención, de técnica, pero no se habla de entrega, de voluntad, de proyecto, de dignidad, sino se forma a personas, solo se reduce a adoctrinar a consumidores.
Nuestra Constitución Nacional (art. 75) y nuestro Código de la Niñez (art. 9) reconocen el deber de proteger la vida desde la concepción y de formar integralmente a nuestros jóvenes. Pero ese mandato ha sido archivado. Hoy se educa con eslóganes. Y se calla ante lo esencial.
María Fernanda murió por atreverse a vivir de acuerdo con la verdad. Por defender la vida de su hijo. Por representar una amenaza a parte de un sistema que ya no soporta la belleza del sacrificio.
Crimen que interpela
Este crimen nos desenmascara. Nos muestra una parte de la sociedad que ha perdido su alma: Que produce conocimiento sin conciencia, libertad, sin deber, derechos sin verdad. Pero también nos recuerda que existe otra parte, una parte inmensa y silenciosa, que Fernanda representaba: La juventud que no huye de sus actos, que enfrenta las consecuencias con valentía, que celebra y defiende la vida.
Por otro lado, un dato importante es que, a pesar del aumento sostenido en la distribución gratuita de métodos anticonceptivos en Paraguay, el embarazo adolescente no ha disminuido significativamente. Según el Instituto Nacional de Estadística (INE), la tasa de fecundidad en adolescentes de 15 a 19 años apenas descendió de 56,2 nacimientos por cada 1.000 mujeres en 2015 a 48,39 en 2024. En paralelo, los informes del Ministerio de Salud Pública muestran un incremento en el a anticonceptivos como los inyectables y el DIU, pero los resultados son mínimos frente a las expectativas. Esta desconexión evidencia un problema de fondo: Los embarazos adolescentes no se resuelven con distribución masiva de productos, sino que sugiere que es hora de plantear estrategias centradas en la persona, en su conciencia, en su dignidad y en su capacidad de tomar decisiones con sentido. Mientras se ubique al negocio de los anticonceptivos por encima de una educación integral, afectiva y ética, los indicadores seguirán disfrazando de “progreso” una profunda crisis de humanidad.
Lastimosamente, María Fernanda y su bebé murieron. Y la pregunta inevitable es: ¿Cuántas Fernandas más estamos dispuestos a enterrar? ¿Cuántos crímenes más necesitamos para que dejemos de mirar para otro lado mientras los ideólogos del descarte ganan terreno en nuestras escuelas, en nuestros hospitales, en nuestras leyes?
Esta es la pregunta que nos desvela. Y si no la respondemos con verdad y con firmeza, no solo nos condena porque nos convierte en encubridores de una pseudocultura homicida disfrazada de modernidad.
(*) Ingeniero y consultor en Ciencia de Datos. Investigador sobre niñez, adolescencia y bioética en Paraguay. Autor del libro Autonomía progresiva: El desmantelamiento silencioso del marco legal en Paraguay.