Parecía mucho menor que nosotros, aunque teníamos casi la misma edad. Hablaba poco y cuando lo hacía solo soltaba algunas palabras en guaraní. No recuerdo bien con quién vivía; en aquel barrio éramos una pandilla nutrida de primos y vecinos. Eso sí, sé que los adultos se jactaban de que la estaban criando como a una hija. No era cierto. Nunca la trataron como a nosotros.
A Marucha la levantaban de la cama antes de que saliera el sol. Desayunaba su café con galleta en la cocina, y cuando nosotros estábamos enfilando para la escuela ella estaba ya barriendo la vereda o colgando ropas en el patio. Cuando volvíamos para el almuerzo, Marucha estaba poniendo la mesa, aunque nunca se sentó a comer con nosotros. Comía sola, en la cocina.
Después venía la siesta obligada o el escape para jugar en la plaza. Estábamos todos, menos Marucha. Ella tenía que planchar antes de ir a la escuela. Iba a la tarde, pero seguramente no aprendía mucho porque todos los días alguien la trataba de tonta o de torpe. El guardapolvo amarillento le quedaba grande, igual que toda la otra ropa usada que vestía.
Por alguna razón, Marucha era siempre culpable de lo pasaba; de lo que se rompía o de lo que se perdía. Y la cuestión se ponía peor para ella cuando pretendía negarlo. Parecía estar todo el tiempo al borde del llanto. Y puede que fuera porque no había un solo adulto que no se sintiera con el derecho de corregirla. Y la corrección era casi siempre física.
En Navidad y Reyes no faltaba quien le recordara cuán agradecida debía estar por la muñeca de trapo o las medias que aparecían sobre sus gastados zapatos… al lado de la bicicleta o la Barbie que les trajeron a otros.
Marucha iba a los cumpleaños infantiles, como nosotros; pero ella estaba ahí para cuidar a un niño o una niña de su misma edad. También le servían el chocolate y le entregaban la sorpresita, pero ella tenía que estar agradecida por eso.
Los niños aprenden copiando y todos trataban a Marucha como lo hacían los adultos. Por eso nunca fue una más de la pandilla, no era una niña más, era solo Marucha.
Nos mudamos del barrio y no la volví a ver. Supe que antes de los 15 se convirtió en madre, y que por esa misma razón la mandaron de vuelta al campo, por “desagradecida”. Por cierto, nadie quiso decir quién era el padre.
Después de eso desapareció de nuestras vidas. Y no fue sino hasta muchos años después cuando la volví a recordar. Solo de adulto pude dimensionar la horrorosa infancia de Marucha, las humillaciones que soportó, la forma sistemática como destruyeron su niñez sometiéndola a un régimen de explotación laboral, un servicio de todo tiempo y sin reglas a cambio de techo y comida.
La historia de Marucha es la de tantos otros niños que cometieron el delito de ser pobres; son las víctimas de un régimen de semi esclavitud que algunos atorrantes pretenden explicar como parte de la cultura, como si la repetición sistemática de un hecho atroz lo justificara.
Hubo un intento de sancionar una ley que penara a quienes sigan ejerciendo este abuso aberrante de la pobreza, pero fue rechazada por el oficialismo republicano (salvo honrosas excepciones) bajo el argumento delirante de que se trata de una imposición de la Unión Europea. Según esta lógica, habría que despenalizar la antropofagia porque fueron los conquistadores europeos los primeros en condenar esos rituales culinarios de la América prehispánica. Con tal de mantener su relato conspiranoico, no tienen empacho en multiplicar historias como las de Marucha. Al quincho no llegan sus lamentos.